El reloj ya había marcado la 1:15, iba retrasado cinco minutos. Sólo acertó a lanzar un insulto al aire y a correr como loco.
Iván nunca había entendido por qué demonios el tiempo parece ir al ritmo de lo que piensas o quizás de cómo te sientes. Recordaba la tarde anterior en aquel consultorio, el sonido de la fresa del dentista se mezclaba sin compás con el tic-tac del reloj, mientras parecía que aquella tonada satánica dilataba las fibras del tiempo en formas tan elongadas como insoportables.
Pero esta vez no.
Esta vez la dupla espacio/tiempo se comportaba de la manera más anómala, el espacio se alargaba, las calles nunca habían estado tan empinadas, los postes se alejaban como si huyeran unos de otros jugando a una lleva atemporal. En una tiranía de uniformidad cromática los semáforos sólo escupían verdes gargajos luminosos. Los coches iban todos lo suficientemente rápido y lo suficientemente cerca como para que resultara imposible entrar al cauce de la avenida haciéndoles alguna finta.
Y sucedió de nuevo.
Como si agitado estuviera y necesitara de un profundo respiro antes de continuar su camino, el tiempo se pausó. El homúnculo de puntitos rojos sostenidos que se veía a la distancia le miraba directo a los ojos, desafiante. Iván, aunque sólo prestaba atención a la cuenta regresiva que iba en un cabalístico y eterno trece, creyó ver una planta rodadora saltando impasible entre los autos como esférico ser de universos lejanísimos que solo da un paseo matutino entre nosotros. Qué más quisiera Iván si no palpar sus caderas y desenfundar hábilmente, qué más quisiera sino descargarle el tambor completo al hostil hombre rojo y verlo estallar en verdes sanguinolentos. Uno. Verde.
De nuevo la carrera, como si alguno de los Superiores hubiera espichado el botón de Fast Forward de todo esto. El retraso de cinco minutos era ya un retraso de diez. Diez minutos. ¿Sabrá la gente todo lo que puede suceder en diez minutos? Diez minutos son suficientes para crear una nueva vida, para estallar una supernova. Para perder una cita.
A la 1:10 de hace un año la había conocido. Un restaurante cercano a la ruta que siempre ambos tomaban para ir al trabajo. Rápidamente se habían hecho clientes del lugar, el mismo sitio, la misma hora, la misma compañía. Lentamente habían perdido el pudor, ya no importaba verse cada día de por medio, ni siquiera a veces atreverse a tomar un postre y que les vieran caminar hasta la esquina. Y qué importaba lo que los otros murmuraban mientras sonreían. La 1:10 era una hora perfecta, es el número del par elemental 1+1+0=2, eso eran. O eso les hubiera gustado, porque en realidad eran 4, cuatro es el número de la tierra, cuatro elementos, cuatro puntos cardinales. Ese número era el choque con su realidad, su polo a tierra.
Ese año pasó al son de un chasquido de dedos. Debemos dejar de vernos, le anunció un día. Iván asintió con la cabeza. No me digas adiós, agregó. Sin saber qué decir o qué responder, Iván se lanzó a darle un abrazo, tan fuerte que parecía que quería atravesarse a sí mismo con una de sus costillas. Si ya le habían arrancado una para hacerla, ¿por qué no quererla de vuelta? Tomémonos el último café en el lugar primordial, 1:10. Te espero.
La tomo con ambas manos y se quedo un ratito así.
Un ratito que tardó el tiempo justo que pasa entre que un hombre entra llorando a un café y el dueño debe tocarle el hombro y explicarle que es hora de irse porque va a cerrar.
Es decir, ocho horas con treinta y ocho minutos.