Nuevamente
estoy frente a la puerta de bronce pulido, 35 años después. Frente a mí el reflejo de un
hombre viejo me devuelve la mirada, en su rostro veo una poblada barba en la
que se asoman algunas canas y con un par de gruesos lentes que muestran el paso de los años en las
enmendaduras, su ropa aunque limpia, ha visto mejores días, sus ojos ya no son
vitales, sino apagados, enmarcados por arrugas profundas, que como cicatrices,
son marcas de una vida que nunca ha sido fácil. Esta vez no traigo un ramo de jazmines
recién cortados, ni una nota escrita apresuradamente, como la última vez, esta
vez las manos no tiemblan por una emoción que recorre todo el cuerpo, como la
corriente que enciende las luces de la calle, ni la leve brisa de la tarde se
siente como el baño que los dioses dan a su campeón, que llega victorioso a
reclamar la corona de olivos.
Esta
vez, mi mano solo sujeta una pistola cargada y mi llegada solo traerá la
muerte.
La
última vez, Sadhi abrió la gigantesca puerta con un vestido blanco y vaporoso,
que se ceñía a su cintura y del que ribetes de oro brotaban para tejer antiguos
patrones que auguraban felicidad, su mirada podía iluminar la caverna más
oscura y su voz la llenaría con promesas de infinitos campos verdes y grandes
árboles de sombra fresca, donde descansar, su piel oscura era la noche fresca
llena de estrellas, que nunca negaba el cobijo ni el sueño merecido y anhelado,
la última vez verla bajo la tenue luz de la tarde me robó el aliento y
convirtió todas las palabras que había dicho hasta entonces y las que diría
hasta que muriera, en plegarias de felicidad y amor.
La
última vez lloré con el llanto de los niños que ven por primera vez a su madre,
de los héroes que conquistan la victoria, de los marineros que llegan a casa
después de haber recorrido el mundo, lloré como quién al fin ve esa parte de su
alma que siempre echó de menos, reflejada en los ojos de otra persona y sabe,
con la certeza del amanecer, que no quiere volver a estar lejos de ella, nunca
más.
Sus
dientes blancos brillaron con el sol que moría ese día y su sonrisa me devolvió
toda la vida que había escapado en las semanas de incertidumbre que había
vivido pensando cada segundo de este momento, sentí que las piernas me fallaban
cuando extendí las flores con una mano temblorosa y sentí que el infinito cabía
en la punta de mis dedos cuando tocaron los suyos.
El
reflejo de un relámpago disipó el olor de los jazmines en mi memoria e hizo
estremecer el viejo cuerpo en el que me volvía a parar frente a esta puerta,
que se convertía en la tapa de un ataúd que llevaba 35 años cerrándose.
Extendí
mi mano y toqué la superficie lisa, conjurando una vez su imagen, su sonrisa,
su aroma, tu tacto, escuchando los ecos de su risa y la entonación de su voz,
capturando una vez, brevemente esa tarde fresca y tratando de liberarme de los
años que siguieron, pero esta vez no fue la suave brisa la que me envolvió,
sino la lluvia que arreció sobre el hombre que se reflejaba en la puerta de
bronce pulido y por sus ojos, mis propios ojos, solo corría el agua que caía de
una noche oscura y tormentosa.
Apreté
la pistola en el bolsillo de mi chaqueta, sentí la textura cruzada de su mango
con el pulgar y recordé una vez más los patrones de oro en el vestido blanco de
Sadhi, mientras los golpes de la aldaba retumbaban en el profundo pasillo de
piedra del otro lado.