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miércoles, 29 de febrero de 2012

Cuentos de niños.

El príncipe Samir abrió la puerta de la prisión enterrada con valentía, tras de sí los tres mil guardianes ciegos yacían muertos y en su mano derecha la espada de fuego brillaba como el sol de mediodía, se sacudió el sudor y avanzó con paso firme ensuciando sus botines tejidos con hilos de oro al pasar por los charcos de la celda donde desde hace mil años su hermana lo esperaba.

Al llegar al final de la celda encontró la jaula de mil cerrojos de la que le había hablado el vidente del reino de Bahawalpu. El príncipe Samir avanzó con precaución y sacó la lámpara de aceite que contenía al Gin, tratando de no despertar al gigantesco escorpión que dormía tras la jaula, la acercó a sus labios y casi sin separarlos susurró las palabras secretas que había robado de la serpiente gigante de la cima del monte Nanga Parbat.

El Gin tiñó la gran celda con una niebla de color ocre y el ambiente se llenó del sabor de las frutas podridas dejadas al sol. El escorpión despertó y preparó su letal aguijón para atacar pero era muy tarde, el príncipe Samir ya le hablaba al Gin en el lenguaje secreto que solo ellos conocían y este con un parpadeo de sus ojos rojos desterró al escorpión hasta más allá de las estrellas.

Samir le susurró al Gin su segundo deseo y los mil cerrojos cayeron al piso en pedazos, tras ellos la pequeña jaula empezó a abrirse y unos pies descalzos y sucios aparecieron, seguidos del resto de la pequeña princesa Aarya, que se abalanzó corriendo a su hermano que abrió los brazos y la sujetó tan fuerte que sus huesos crujieron, pero nadie lo escuchó pues sus risas llenaban la jaula, la celda, la prisión y el resto de túneles de la mina de las almas prisioneras y con esas risas miles de prisioneros rieron, recordando la felicidad y el calor del sol por primera vez en cien mil años.

El tercer deseo que Samir le pidió al Gin fue sacarlos de allí y dejarlos cerca de su castillo, donde el rey y la reina esperaban con un banquete digno de los príncipes más valientes del reino de Allah, pero el Gin erá cobarde y en vez de dejarlos en los jardines de su castillo, los dejó cerca de la vieja casa de la anciana Hirjaim, pues El Gin sabía que los seguían los espíritus furiosos del viento y la arena y no quería pelear con ellos.

Samir maldijo al Gin y lo desterró a la lámpara de aceite con las palabras secretas que conocía. Entonces miró con pesar a su hermana que aún cubierta de polvo lo miraba con sus grandes ojos negros , entonces, dándose por vencido, soltó una lágrima que al tocar el piso hizo florecer todas las amapolas de la tierra. Pero Aarya no había llegado hasta allí para dejarse vencer y tomó con su pequeña mano al príncipe, ambos entraron a la casa y con cuidado tomaron un gran chador tejido con cabellos de ángeles que la anciana guardaba en un gran cofre de oro en el centro de su casa, con él, sabía la princesa, vencerían a los espíritus del viento y de la arena que revoloteaban furiosos en el desierto, los príncipes avanzaron hacía la puerta tomados de la mano listos para salir a la tormenta, entonces un espíritu furioso la echó abajo y entro a la casa todo vestido de arena y muerte.

Samir estaba en blanco, el soldado lo miró nervioso a través de sus gafas de arena y repitió el grito en ese lenguaje que siempre le había sonado como los ladridos de un perro enfermo, Aarya sonreía colgada de su mano, el burka que habían tomado de la casa de la señora Hirjaim para cubrirse de la tormenta que se avecinaba era una bola de color azul vivo bajo su pequeño brazo sucio. Samir vio la mirada del soldado llena de miedo mientras el cañón del fusil se desviaba hacia su pequeña hermana, los ladridos del perro enfermo se llenaron de rabia y angustia, Arya soltó el chador asustada y se abrazó a Samir que la cubrió con su cuerpo antes de escuchar la ráfaga.

- Play -

Él llevaba cuatro días desaparecido. Ella esperaba lo peor. Él nunca había sido de esos que se va sin decir nada, ni siquiera un rato, ahora mucho menos tanto tiempo. Las cosas no estaban bien con él y eso era lo que más le preocupaba. A veces cuando Martina, la menor, le preguntaba a dónde había ido papá, ella inventaba cualquier excusa, la última vez dijo que su abuelita lo había necesito y por eso se había marchado. Ya había hecho lo que a cualquier persona se le hubiera ocurrido, había llamado a toda la familia que le conocía, había llamado a todos sus amigos, incluso había llamado a la tal Grecia, la secretaría esa que le coqueteaba descaradamente. Pero nada. Nadie sabía de su paradero. La familia de él aún no estaba tan preocupada como ella y eso le resultaba sospechoso. Algo le debían estar escondiendo. De repente, el cuarto día perdió la cabeza. Comenzó a buscar por toda la casa alguna pista que le dijera dónde estaba su marido. Martina comenzó a llorar nerviosamente al ver a su madre recorrer todo el apartamento abriendo cuanto cajón encontrara, sacando toda la ropa, limpiando todos los rincones. Se calló solamente del miedo cuando vio a su madre sentada en el borde de la cama con una caja de un DVD en las manos y una etiqueta:

“Reproduce esto”.

Lanzó un grito desesperado y parecía arrancarse los pelos de la cabeza mientra se sacudía como una posesa de arriba hacia abajo contra el colchón de la cama. Martín, el mayor, atinó a llamar a su abuela materna y decirle que su mamá estaba muy rara. “Es la edad, mijo”, le respondió la señora, su mamá siente que está envejeciendo. “Abuel...”, tuuuuuuuu, lo único que quedó fue ese tono de colgado. Martín soltó el teléfono y fue al cuarto, tomó a Martina y se la llevó a su habitación. Ella mientras tanto estaba tirada en el piso, rasguñando el suelo, ya había perdido la mitad de las uñas de sus dedos anular y corazón derecho cuando Martín entró, se sentó a su lado y la abrazó. No entendía bien qué estaba pasando, pero era claro que su madre estaba triste y a la gente triste hay que abrazarla. Ella recibió ese caluroso abrazo, primero con mucho agradecimiento, pero rápidamente se sintió empalagada y se hizo hacia atrás de una manera muy brusca considerando que Martín era su hijo.

Sentía pues que el mundo se destruía a sus pies y no había barandal alguno de qué agarrarse. Por un momento sus hijos, por supuesto los de él también, se desfiguraban ante sus ojos y se convertían en recordatorios bípedos de su rostro, de la carga que tendría que soportar por tanto tiempo sola. Él se había ido, el grandísimo hijo de las mil putas lo había hecho por fin. A ella no le importaba si se había tomado un tarro de pastas, si se había ahorcado en el parque de la vuelta, si se cortó las venas o si se voló las sienes. Ahí estaba el DVD con quien sabe qué mensaje patético y lamentable, quién sabe cuantas excusas daría, que lecciones tempranas a sus hijos, de sólo pensar que se atreviera a decir algo como: “guarda esto para cuando estén grandes”, de sólo pensarlo se le inyectaban en sangre los ojos.

Pasaron dos días. Nadie la visitó. Martín se encargaba de que Martina comiera, porque ella ni en la propia comida pesaba. Ninguna de las abuelas fue. Como si no hubiera pasado nada. Dos días quietos y silenciosos. Hasta que no soportó más. Fue por los niños. “Esto es mejor que lo hagamos de una vez”, dictó de manera fuerte. Los sentó en la sala, prendió el televisor y la unidad reproductora, abrió la bandeja y puso el DVD. Se quedó mirando la pared unos cinco minutos antes de tomar las fuerzas de darle “Play” al aparato. Lo hizo. Al otro lado del televisor aparecía él sonriendo:

“Mi vida. He pedido una licencia de vacaciones a la empresa. Una semana para ti y para mi. Ojalá veas esto pronto y te vengas con los niños a la casa de campo. ¡Feliz cumpleaños!”

miércoles, 15 de febrero de 2012

Canto de las Cuarenta Mil Noches

Incalculable. Tal fue el tiempo que tardó la estirpe que ha puesto sangre en mis venas, ideas en mi cabeza, y aire en mi pecho en poder regresar aquí. Sobre este suelo asfaltado, de pie ante este paisaje montañoso, parado sobre esta piedra volcánica, grito lo que mis padres y los padres de mis padres sólo podían susurrar desde el secretismo al que fueron condenados.

¡Venid sílfides y gaviotas! ¡Participad de los cantos druidicos ondinas perdidas!

La hora ha llegado. Revocad los mandatos del poderoso. Arcadia es ahora. Tumbad el muro y la piedra, escupid en las caras de quienes os oprimieron en nombre de una bana razón. Celebrad que los mil años de oscuridad desde la Gran Caída han terminado ya. Coronad al Oscuro, reconstruid la Espada y la Roca. Comenzad el sagrado éxodo. Los caminos han sido ya esbozados, las líneas santas energéticas y magnéticas que conectan sus mundos cotidianos con el centro del Universo están ahí para ser recorridas.

¡Llamad al trasgo y al goblin! ¡Quitad las vendas que esta enmarañada mentira sembró en vosotros!

Soltad las anclas de responsabilidades impuestas que os han atado a este mundo sensible de tristezas y necesidades insatisfechas. ¡Corred, saltad, bailad! Regocijaos con el regalo que esa hora vuestro. Las frutas silvestres, la infinitud del mar, la brisa en la sierra, el vacío en vuestro estómado al borde del acantilado. Reuníos como antes. Haced el círculo, presentad los respetos a los Antiguos Silenciosos. Pedid el permiso. Anunciad vuestra llegada.

¡Y que las banshee griten desesperadas! ¡Las gargolas estallen sus pieles! ¡Y las hadas hagan un ejército de infantes!

Golpead lo que más temen. Rapten sus ilusiones de seguridad. Destruyan esos mundos de ficción que creen más reales que nosotros. Sembrad la duda dentro de sus seguridades más absolutas. Corroed los fundamentos de su civilización, la religión, la ciencia, la política, la economía. Haced que regresen a nosotros, arrodillados, arrepentidos. ¡Que no quede uno sin sangrar! ¡Que se escuchen sus gritos desesperados!

¡Detonad las explosiones sefiróticas! ¡Que su llanto y culpa sean nuestro maná!

Barred la superficie sublunar. Que no quede un animal bípedo arrastrandose sobre la tierra. Ni sobre la arena, ni el bosque, ni el páramo, ni la cueva. Que sus cuerpos desnudos nauseabundos desaparezcan. Que su arrogante erguidez no mancille de nuevo nuestra humildad. Lograd, pues, la esperanza de quienes han estado callados en las profundidades volcánicas y en la oscuridad cósmica.

¡Violad sus mujeres! ¡Secuestrad sus niños! ¡Incendiad sus techos!

Que esas vasijas de almas queden rotas. Que su sangre coloree el nuevo amanecer que hoy inicia. Hoy comienzan las cuarenta mil noches de luna llena. Extended los brazos y recibid toda la gracia que ahora se derrama sobre vosotros. Saboread la victoria que os fue negada con tanto ahínco. Abrid los ojos a los más pequeños, que no peguen los ojos una vez más, que no pierdan ni un detalle de este día glorioso.

¡Aplastad sus últimas esperanzas! ¡Extirpad su deseo de vivir y su odio a nosotros!

Hacedlos comer sus heces. Beber su orina. Comerse unos a otros. Que su desespero sea el aire que respiren. Que no sueñen volver a sentarse en el Trono de Agartha. El mundo ya no les pertenece. Así como tampoco sus brazos, sus piernas, sus cabezas ni sus lenguas. Y alegraos, porque el día ha llegado.

¡Entonad conmigo la canción! ¡La canción del fin ahora que todo va a comenzar!