Cuando abrió los ojos ese día, se dio cuenta que el cuerpo le dolía -los años no pasan en vano- pensó, mientras se levantaba de la cama con cuidado y tratando de no hacer ruidos, pero sus rodillas pensaban otra cosa.
Ese día notó por primera vez el quejido involuntario que hacía cada vez que se se paraba, estiró los brazos y caminó casi a ciegas por el pasillo aún oscuro de la habitación, sintiendo las paredes con las manos. Hacía mucho frío y él se había quitado la camiseta la noche anterior, al tercer paso ya añoraba su cama, que estaba llena de promesas.
Ella lo sintió como lo sentía cada día, sus ruidos eran tan familiares como el rostro que miraba en el espejo cada mañana, giró sobre sus sábanas y lo vio alejarse lentamente, no pudo evitar sonreír mientras notaba, a la luz tenue de esa fría madrugada, la indescifrable mancha que había sido un tatuaje sobre su espalda, “a estas alturas solo es una mancha que cubre otra mancha” como le había dicho él alguna vez.
-Hoy es una gran día, porque hoy naciste tú- empezó a garabatear en una servilleta en la cocina mientras se colaba el café. Levantó la servilleta y la acerco a su rostro, había dejado las gafas sobre la mesa de noche, -que frase tan pendeja- alcanzó a decir mientras arrojaba la servilleta al basurero.
Esa hora es la que más le gustaba del día, cuando podía imaginar que solo ellos estaban despiertos en el mundo, volvió a abrir los ojos, estiró el brazo y sintió el espacio de la cama a su lado, como tratando de tocarlo otra vez. Escuchó el sonido de la cafetera y las ollas en la cocina y de nuevo sonrió. Se levanto haciendo ruido a propósito para que él pudiera preparar alguna excusa. Mientras caminaba descalza por el pasillo y sentía el piso frío bajo los pies, podía imaginarse la cara que él haría, la broma que diría, su risa casi inconsciente, el olor del café y las frutas, la conversación y la intimidad del ritual que cada año cumplían, desde un miércoles como ese, hace tantos años.
La luz de la mañana empezaba a entrar por las ventanas y a iluminarlo todo con ese tono azulado de los primeros rayos del sol, ella caminó un poco más despacio y se detuvo un momento antes de llegar a la cocina, quería darle tiempo de tenerlo todo listo, entonces notó la servilleta en el suelo y se inclinó a recogerla, vio la nota escriba sobre el papel y pensó por un momento que podría reconocer esa letra entre una montaña de papeles, dentro de un millón de años. Al fin, fingiendo un bostezo apareció en el umbral del pasillo y lo vio como detrás del mesón de la cocina, como cuando eran jóvenes, cuando sus tatuajes no eran manchas sobre la piel y los huesos no crujían. Él también la vio, sabía que venía desde que la sintió levantarse con esos ruidos que hacía cuando quería que él se despertara cada sábado en la mañana para despedirla y él solo quería quedarse en la cama. Ella estaba tan bella como siempre, con su cara de dormida, el pelo revuelto y esa sonrisa perfecta que siempre lograba que él se sintiera mejor.
Se sentaron juntos en el comedor mientras el sol resplandecía, las sombras se proyectaban en la sala llenándola de formas que se recomponían con el pasar de cada nube mientras el polvo de los libros flotaba por la habitación.
-Nos conocimos viejos- fue lo primero que él le dijo.
-Tienes razón, ¿hace cuánto fue?
-No lo suficiente, Feliz cumpleaños.
-Gracias amor, pero tú lavas los platos.
-¿Sabías que siempre me gustaron las profesoras?
-menos mal- dijo ella sonriendo.
-Carajo, hoy me toca inventarme algo para publicar-